Aunque todo vaya dejando sobre la piel un reguero
En aquel día, iré al paso de esta canción, Tell me to the end of love. En aquel día buscaré silencio. Será al amanecer del domingo. Pensaré en ella. Siempre en ella. Y por momentos la sentiré detrás de mí, hurgándome la espalda. Y olfatearé su rastro. Y no me dejará mover ni una mano. Ni un pensamiento. Todo yo estaré ahí olfateándole el rastro. Totalmente. La encontraré. Le besaré la boca. Hablaremos del silencio, como siempre. Y el caset disparándose en la grabadora. Y sus palabras. Y en aquel día no me podré mover; ni una mano, ni un pensamiento. Esperará un minuto, dos, tres. Y dirá, me voy. Y volteará el caset. Otra vez Tell me to the end of love. Se irá. En aquel día el silencio se hará más profundo: dirá desde la puerta, antes de cerrar ¿Silencio? está sonando el caset, ¿no lo escucha? ¿No? Pondrá sus palabras al viento. Al aire. Quebrará cualquier noción filosófica del vació. Y en ese río quieto de mis pensamientos moveré unas palabras y le diré sin hablar: este silencio no se llena con nada, mi amor. Y en aquel día moveré mis manos. Con la derecha la despediré. Con la izquierda apretaré el gatillo. La bala entre sus hermosos ojos negros.
Antonio Usuga Monsalve
La brisa de Puerto Almagro
El cálido soplido de Octavio bañó su cara evocándole recuerdos dispares, de una parte sobrecogedores, de otra violentos. Angélica se esforzó en vano por alejar el símil entre aquel aliento y la brisa marina de Puerto Almagro. Octavio mantuvo cerrados los ojos mientras le hizo el amor.
Dos veranos atrás conoció a ese hombre varonil e impetuoso que ahora sólo podía calificar de infausto. Marcelo se desempeñaba como instructor de buceo en el hotel donde se hospedaba Angélica con su esposo Juan Carlos. Desde la primera inmersión en el agua deseó sumergirse en las sábanas de aquel hombre, más allá que en cualquier océano abarrotado de coloridos y exóticos pececillos. Nadando junto a él imaginaba ese metro noventa de morenos músculos inyectándola de placer por su entrepierna. Tales pensamientos diluyeron su ya mitigado matrimonio, revelándole su inexplorada capacidad de engaño y lujuria.
La mañana siguiente le hizo el amor a Juan Carlos hasta agotarlo, con los ojos cerrados para figurarse a Marcelo en la cama. Después salió de la habitación en busca de una segunda inmersión mientras su esposo reposaba. Marcelo la hizo suya en el océano de coloridos y exóticos pececillos, en una playa pedregosa y en el depósito para equipos de buceo del hotel.
—¿Dónde te haz metido? —le preguntó Juan Carlos molesto al verla regresar.
—Buceando con la gente del hotel. He conocido al pez más exquisito de los siete mares.
Angélica se sentía desfallecer. Jamás había hecho el amor tantas veces en un mismo día; eran apenas las dos de la tarde y aún le quedaba la noche por delante. Por ahora necesitaba recuperar energías, así que cerró las cortinas de la habitación y se echó a dormir sin prestarle más oído a su esposo. Más tarde algo se le ocurriría para ausentarse e ir tras la turbulencia de Marcelo. Juan Carlos la dejó sola y se encaminó al bar del hotel, perplejo, con el sabor agraz que acompaña la duda en quien se ama.
Al despertar Angélica se aseguró concienzudamente de verse lo más sensual que le fuera posible. Se dirigió hacia el bar barajando excusas para su esposo. No lo encontró. Indagó por él en la piscina, en el restaurante principal y por último en la recepción. Allí le informaron que había tomado un tour por el puerto junto con otros huéspedes. Angélica vislumbró la oportunidad que se le presentaba, sin truculentos ardides ni afanes. Caminó ansiosa hacia el depósito para equipos de buceo, sintiendo la cálida brisa de Puerto Almagro al rozar su piel y balancear su cabello con una suavidad inusitada. Meditó si aquel romance sería algo efímero y temporal como el verano, o eterno como el verdadero amor. Ensartada en estas divagaciones abrió la puerta de la bodega, con una sonrisa que apenas podía contener. Allí encontró desnudo a Marcelo, frotando sus perfectos y morenos músculos con los de Juan Carlos.
Octavio salió de la habitación con su careta de buceo en mano. Angélica permaneció en cama, agotada, con el sabor agraz que acompaña la desconfianza en una hermosa instructora de inmersiones.
Raúl Harper
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