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Miranda, Febrero 7 de 2009

martes, 24 de noviembre de 2009

JULIO

EN SILENCIO…TE BESÉ
Sabía que estarías allí. Aquel magno evento nos convocaría ineludiblemente, sabía que no faltarías.
Desesperados mis ojos ansiosa y sigilosamente te buscaban.
Era casi imposible encontrarte en medio de aquella gran muchedumbre.
A pesar de mi miopía trataba de hallarte en aquella multitud, solo quería verte.
Aquella información tan valiosa ofrecida aquel domingo allí, se perdía en mis cavilaciones, Erraba en mi corazón –traidor como ninguno-que padecía una loca ilusión. Desesperado me rendí; entonces… te vi.
Traías puestos unos zapatitos dorados, un vestido elegante en blanco y algo y…tú. Tan hermosa o mejor dicho mucho más hermosa que desde que te conocí.
Bajabas por las graderías del estadio saludándome con la mano, yo sentía que los abanicos de tu mano, le soplaban besos a las mariposas que me había tragado en ese momento.
Cuando al fin llegaste, me ofreciste tu mano cordial, como se le ofrece a un amigo, a un hombre casado.
Tu juventud no era una amenaza para mi esposa, a quien no le importó.
- Aquella diferencia tan abismal no impide que un hombre maduro vuelva por un momento a amar-
Me saludaste por mi nombre, preguntaste por mi salud y ahora que te veía, la fractura en mi brazo no me dolía tanto. Aunque quería tu atención, toda para mí.
Como un tonto simulé la gran sorpresa de encontrarnos, como si nada pasara, cuando en realidad…mi corazón estallaba en lumínicos fuegos pirotécnicos en ese instante tan ínfimo.
Mi salón de química corporal experimentaba el bendito y por siempre bien anhelado “amor”
Me recomendabas reposo, paciencia, fisioterapia, con tanto cariño; que no paraba de observar con precaución todo tu rostro en especial tus labios, entonces…te besé.
Si, en silencio te besé. Que milagro tan grande sería si me amaras.
Seguimos entonces conversando de tonterías, de pronto mirabas a mi esposa, ella ni te miraba.
Buscando sagazmente otra oportunidad de verte, te ofrecí a domicilio mis mercaderías, a ver si algo te gustaba. Por si, te veía otra vez.
Intercambiamos números celulares, nos miramos solapados un par de veces; al menos eso quería creer yo, y quedamos entonces con la posibilidad.
Con tu misma cortesía del saludo, te despediste, con la mano como se despide una jovencita, de un hombre casado.
Entonces… En silencio te besé descaradamente. Otra vez.
En silencio invocaba tu nombre como muchas otras veces, insistente te pedía que te quedaras un poco más, pero en silencio. Como un hombre casado.
Como un hombre enamorado.
Viendo que te marchabas, imaginaba que de pronto voltearías a darme una última mirada con tu hermosa sonrisa y tus ojitos café.
Sueños de mi adolescencia. Sueños nada más.
Quisiera escribir tu hermoso nombre que se me hace tan familiar, como un enorme graffiti, pero junto al mío con un corazón sangrando. ¡Que cursilería!
Tatuármelo en el brazo roto o en el pecho, como un juramento de amor eterno.
Como un pirata, como un preso que es lo que soy.
¡Yo, a estas alturas de mi vida, como un colegial!
Quisiera ir contigo a una pizzería, a una heladería, en fin; estar contigo en cualquier lugar público sin ninguna vergüenza. Sin sentirme mayor o fuera de lugar. Sentirme como un colegial.
Soy tan absurdo, que me sonroja el solo pensar en decirte… amor mío.
En este preciso instante, solo quisiera reposarme en tu pecho y escuchar tus latidos los cuales serían mis mejores concejos.
Amor mío, que palabra tan grande para una utopía.
Mientras escribo éstas notas, una luna inmensa se asoma curiosa por mi ventana e ilumina aquel recuerdo de hace ocho días ya.
Cierro mis ojos para verte caminar, tan tranquila, tan linda.
En aquel restaurante donde trabajas como mesera para pagar tus estudios de enfermera, nunca te he visto un desaire; y aquel trabajo no es tan fácil para una joven de tu edad. Pero tú lo haces parecer así.
Eres tierna, luchadora, paciente, bella, y estás tan cerca de mi corazón, pero tan fuera de mi alcance.
Te escribo éstas notas que jamás llegarán a tus manos, para confesarme, para confesarte… Que te quiero, en mí silente desgano.
Quisiera confesártelo a estridentes gritos.
El cuerpo marchita, duele, fatiga, pero el corazón siempre se siente como en su mocedad.
Nunca acepta la diferencia entre el ayer y el hoy.
Ese hoy que llegó tan pronto.
Recuerdo aquel día en que nos presento tu jefe, mi amigo. Quien se hubiera imaginado jamás que me hubieses ofrecido tan singular regalo –la ilusión de amar-
Esta tarde cuando volví al restaurante aquel donde trabajas, al llegar te vi animosamente hablando con otra chiquilla, tan hermosa como tú; comprendí.
Un helado dolor se me encajó en el vientre, ¡estabas tan hermosa!
Aquella otra chiquilla, tan hermosa como tú, llama al dueño del lugar y dice:
Papá, llegó el abuelo.
Quise morir, me avergoncé, simulé como otras veces, me saludaste por mi nombre, te sonreí.
Ninguno podía siquiera sospechar que en mi alma, un hombre lloraba como un niño. Simulé.
Esta tarde me morí. Antes de partir, con mi cara de payaso muy usada una mueca les dejé.
Yo esperaba tu última mirada con tu hermosa sonrisa y tus ojitos café.
Entonces en silencio…te besé.
Sueños de mi adolescencia, nada más.

Jon Gallego Osorio

Hoy es el día
Hoy es el día. Ella me ha citado en su casa, después de tanta insistencia de mi parte. Acelero un poco, pero no llevo tanta prisa como la que parecen tener los autos que me adelantan a mayor velocidad. Observo cada casa, cada almacén, cada farmacia, que voy dejando atrás. Los veo desde un nuevo ángulo, descubro sus detalles. Debo atravesar la ciudad para ir de mi nueva a mi anterior casa. El tráfico no está tan pesado como otros días y el día está precioso. Un poco frío, pero sin lluvia. Igual al día de la despedida, es como si estos días de separación no hubieran pasado y se tratara de un simple paréntesis.

Llegué mas pronto de lo previsto. Ella abre la puerta y se asusta de verme tan temprano. Nos damos un largo beso en la boca y me permite pasar a la sala. Me siento, mientras se aleja hacia el interior de la casa. Este sofá y esta sala han sido testigos de miles de caricias, de miles de besos, de miles de intentos fallidos. La casa está en un silencio no habitual, escucho mover algo en el interior de la casa y me acomodo bien en el sillón; en los minutos finales de la espera. Ella regresa y camina como entre nubes, me sonríe intensamente y se va quitando la blusa mientras mis manos sudan. Sus senos se ocultan pudorosos tras el brassier que estorba a mi vista. Se acerca, lenta y seductora. Es la protagonista de mi película. Quiero ver más allá de lo evidente y siento el pulso de la sangre en las sienes. Llega hasta el sofá y se inclina, toma mis brazos y hace que la rodee por su cintura. Me besa apasionadamente. Mis manos se llenan de valor y de sudor, pero se demoran un infinito para retirar lo que ya no hace falta. El sudor de mis manos las hacen resbalar de la dirección del auto. Las seco, rozándolas sobre mi pantalón y espero el cambio del semáforo. Dentro del auto el calor me agobia. Miro a los transeúntes y a los otros conductores y los veo frescos. Concluyo que el calor no está afuera. Sonrío. El día está precioso: un poco frío pero sin lluvia. Aprieto el timón y siento el pulso acelerado. Abro la ventanilla mientras el semáforo cambia a verde, dándome vía libre para volver mis sueños realidad.

He llegado mas pronto de lo previsto. Ella abre la puerta y se asusta de verme tan temprano. Nos damos un largo beso en la boca y me permite pasar a la sala. Me siento mientras se aleja hacia el interior de la casa. Regresa y se acerca al sofá, no se sienta en él porque prefiere hacerlo sobre mis piernas. Rodea mi cuello con sus brazos y echa hacia atrás su negro y largo cabello. Acerca su rostro al mío, frota su nariz contra la mía, sus mejillas contra las mías y comienza a besarme en cada centímetro de mi cara y de mi cuello. Siento la sangre rebosar. Nuestros corazones, además de enamorados, están agitados. Las manos buscan recorrer cada fragmento del otro. Algo suena. Tal vez han regresado sus padres y ella salta de entre mis piernas.

Algo suena. Es la bocina del auto de atrás para indicarme que vio cambiar el semáforo una milésima de segundo antes que yo. Eso le da autorización para acosar. Aplasto el embrague, estrangulo la palanca de cambio, oprimo el acelerador con suavidad y aprieto los dientes con rabia. Media cuadra mas arriba veo, por el retrovisor, la maniobra del auto para pasarme. Le dejo espacio y lo veo acelerar y adelantarme mientras dice algo, algo que no alcanzo a escuchar pero que imagino de qué se trata: acusa a mi madre de una profesión que no ejerce, o a mí de una enfermedad que no tengo. Sigo mi ruta y entro en lugares conocidos, tantas veces recorridos. He llegado mas pronto de lo previsto y eso que conduje con precaución. Ella abre la puerta y se asusta de verme tan temprano. La abrazo, la tomo con fuerza y la hago girar hasta dar una vuelta completa. Está preciosa, parece hecha de ilusión. La miro directo a los ojos y descubro de nuevo esa sensación que me cautiva, que tiene nombre y sabor a Gloria. No me atrevo a hacer nada más que tenerla entre mis brazos. Intento una mirada y soy yo el cautivo. Comienza a acariciarme, a besarme. Hago lo mismo. La recorro sin prisa y de pronto me detengo. Me detengo, apago el automóvil, cierro la ventanilla del conductor y tomo una bocanada de aire. Bajo del auto, despacio, como quien no lleva afanes. Una bocanada de aire para tranquilizarme antes de enfrentarme a esta puerta, a esta casa tantas veces visitada, a este barrio que ya no habito. Hoy es el día.

Aymer Waldir Zuluaga Miranda

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