Encuentro de Poetas
Recital Fundación Plenilunio
Dia del Periodista
lunes, 1 de febrero de 2010
ACTA JURADO
En Timbío, Cauca el día 18 de enero del 2010, se reunieron los suscritos miembros del Jurado del concurso, convocado por las Fundaciones Antahakarana y Nuevo Amanecer, a través de sus directores respectivos Gustavo Adolfo Constaín Ruales y Marco Antonio Valencia Calle, a fin de emitir su fallo.
El tema versaba sobre historias de amor. El concurso buscaba abrir un espacio de difusión y publicación a escritores de la ciudad, la región y el país, que merecen destacarse por la calidad de sus historias, e indudablemente se logro.
El jurado de la selección de los cuentos seleccionados dos por mes, desde enero hasta noviembre de 2009, veintidós (22) cuentos en total, escogió el ganador más los votos de nuestros lectores. Las obras llegaron a través de correo electrónico. Llegaron ciento treinta y un cuentos (131) de todos los lugares de la patria, de América latina y del mundo.
En Colombia llegaron desde Montería hasta Ipiales y de Villavicencio hasta Tierradentro. Cali fue la ciudad que más envió con 12 historias, seguida por Bogotá con 10 y Popayán con 9 cuentos. A su vez los ganadores por mes, quedaron repartidos en toda la vastedad de la patria. Compatriotas residentes en España, Estados Unidos, Venezuela, Ecuador, Perú, Argentina y Uruguay, enviaron sus obras. Extranjeros enviaron sus trabajos de los mismo países mencionados, obras de indudable valor literario, pero como estaba estipulado, solo era para nacionales colombianos. Catorce historias llegaron de Argentina. Además se descartaron varios cuentos por ser de temática diferente, o demasiado extensos o ser poesía.
Una vez hecha la preselección, el jurado de forma unánime declara un ganador y recomienda otorgar dos menciones de honor.
GANADOR
¿ALBERTO, QUIÉN FUISTE?, por ADRIANA ANGÉLICA ANGARITA MARTÍNEZ, de la ciudad de Ibagué. Un escrito que resume en su esencia el amor como un hecho sublime que sobrepasa el tiempo y las circunstancias.
PRIMERA MENCION DE HONOR.
LAS PALABRAS Y LA VENTANA por Anadetoro, correspondiente a ANA MARÍA CASTRO ROLDÁN, de la ciudad de Santiago de Cali. En el escrito se ve la delicia de contar una historia muy personal, en el campo de la amistad, la soledad y la vida misma con el amor en forma perenne.
SEGUNDA MENCION DE HONOR.
UNA FLOR Y UN COLIBRÍ, por Cupido correspondiente a WILMER HERNÁN QUIÑONES DÍAZ, de la ciudad de Timbío. En la obra se siente lo sencillo y perfecto de contar una historia corta, de un amor hallado y perdido.
El premio de quinientos mil pesos ($ 500.000) se le entregara al ganador en ceremonia a celebrarse el día de San Valentín, el 27 de febrero del 2010, a las 5:00PM en la Casa de la Cultura de Timbío, Cauca. Las anteriores obras serán publicadas en un libro, que se les obsequiara a los ganadores.
Los cuentos seleccionados por mes, más el ganador y las menciones de honor a su vez serán publicados en los sitios web http://timbiocity.blogspot.com y http://www.gustavoadolfoconstainr.blogspot.com.
Están invitados todos los concursantes al evento de la premiación. Los organizadores desean hacer público su agradecimiento a todos los amigos, periodistas y gestores culturales que apoyaron difundiendo esta convocatoria.
miércoles, 25 de noviembre de 2009
CONCURSO DE CUENTO SAN VALENTIN GANADORES POR MES
Al sur. Siempre al sur.
Se siente tan hermoso que se queda desnudo. A su lado algo que respira y se infla también yace al descubierto. Mira la punta de sus uñas y están llenas de tierra. Las yemas de sus dedos a pesar del contacto con el cuerpo claro de su compañera siguen amarillas. Su cabello pegado por el sopor de los días en grandes extensiones yédritas de piojo son la analogía perfecta al cabello que ahora deshila entre sus dedos como desenmarañando a la melancolía. Acerca los cabellos a su nariz y un dulce olor silvestre le penetra. Pone sus manos debajo de la nuca y sus axilas expelen un hedor a cebollas y ajos rancios que le propinan una bofetada siniestra de vergüenza sobre su humanidad. Voltea la mirada y ese cuerpo claro que reposa en medio de la serenidad de la noche, parece una balsa en el extremo de un puerto desierto. Se dirige al baño para orinar y recuerda que hace más de dos meses no se baña. Un líquido tibio y amoniacado se desprende de su cuerpo. Se mira al espejo y se ve tristemente abandonado: unas ojeras prominentes por los malos sueños en las lozas del asfalto. Una barba anárquica y sucia que le da unos cinco años más de los desconocidos. Unos labios cuarteados y resecos por el frío que de los cerros baja en las madrugadas. Abre el grifo y recuerda como la conoció aquella noche mientras en su boca embucha un trago de agua.
Camina meditabundo por la séptima. Le duele en punzadas desiguales su hombro derecho. Las noches de los viernes en la ciudad hacen parte del ritual nefasto de la alucinación. Camina hacia el sur. Siempre hacia el sur. Una pareja de jóvenes, al parecer universitarios, discuten a la salida de un bar. Se detiene para observar la pelea tras un contenedor de basuras como un gato acechando a su presa. Ella le reclama su mal amor y él le propina una bofetada en el rostro. Ella cae. Llora y se aferra a sus pies. Él la patea. Sale de su escondite y va a defenderla. Muestra su aspecto oscuro. Sus colmillos. Sus ojos flameantes. El hombre golpeador de mujeres sale corriendo por una carrera abajo. Se inclina y le limpia la sangre de la boca. Ha empezado a caer una lluvia tierna sobre la ciudad. Está ebria y probablemente drogada. Lo mira. Es batman. Su héroe. La ha salvado de un villano. Salvaje. Su rostro oscuro, muy oscuro. Lo único: sus ojos profundos que brillan. Lo abraza.
-¿Estás bien?-
-Si. Estoy bien – hace una pausa – llévame a casa. Por favor.
La recoge del suelo y observa primero a sus ojos cansados y luego a sus cabellos trenzados y mugrosos en el reflejo de la lluvia. La acuesta en la cama.
-Quédate conmigo –
Le quita el antifaz y le acaricia el cuerpo. Es hermoso. Ella también es hermosa. Lo besa en la boca.
Baja la cisterna. Camina al cuarto y se pone sus ropas andrajosas. Se echa su costal al hombro. No le duele. Y sale para caminar al sur, siempre al sur.
Daniel Felipe Rodríguez Ángel
La Hermosa Novia.
Como lo prometí a mi amigo, llegué, a su pueblo, un día antes de su boda, pero no fue él, sino su hermosa prometida quien me recibió aquella tarde. No me lo esperaba, no la conocía, no la había visto en mi vida, y de pronto, apareció a mi lado con una captación de ángel que prendaba de deseo, me miró fijamente y, sin darme tiempo de decir nada, me abordó con todo su cuerpo para darme un beso. Fue sublime aquel recibimiento. Sentí como si la conociera de mucho tiempo atrás, quizá siglos, y me hundí en una de esas sensaciones ágiles y nubosas que no podemos darle forma o un nombre, de configurar en el recuerdo, y en la que nos sentimos ebrios, atónitos y placenteramente perdidos; fue amor lo que sentí, sí, fue amor a primera vista.
- Te he reconocido sin problema. Andrés te ha descrito a la perfección – Me dijo, aún con sus manos en mi cabello y sus ojos fijos anclados en los míos. Su voz era para su rostro y el talle de su blusa, franca, alegre, segura, generosa. – Ven, tomaremos un taxi – Agregó, de pronto, tomándome de la mano.
- ¿Y Andrés? - pregunté yo, siguiéndola con dificultad por el peso de mi maleta, pues llevaba una antigüedad como regalo.
- Viajó. Tú sabes como es él: el trabajo primero: “dejaré arreglado el problema y nos tomaremos una semana, te lo prometo. Discúlpame con mi amigo”, fue lo que dijo. Mañana estará de vuelta y de seguro justo para la boda. Me hará llorar el muy bribón.
- Bueno, ¿y yo?
- No te preocupes, te quedarás en casa y me ayudarás con los preparativos de la fiesta, ¿está bien? – En esta pregunta se detuvo, me acarició la mejilla y me miró de la misma forma como las mujeres buscan el consentimiento de los niños - Ah, una cosa, no contradigas a mi madre; por favor – Agregó con coqueta ironía al ver mi aceptación y continuó con su ágil y seductor paso.
Recuerdo que, ni por un momento, me separé de su lado, que hablamos y reímos todo el tiempo; nos mirábamos, nos mirábamos mucho, y ella sonreía, no dejó de sonreírme con esa su sonrisa de ángel. Fue tan agradable que alistándome para dormir, en el cuarto que ella me designó junto al patio de la casa, mantenía vivamente el encanto de la faena y sonreía al apagar la luz y continuaba sonriendo en la oscuridad. Y tras el paso de las horas, mantenido este placer en mis pensamientos, no pude dormir. Para completarlo, las sábanas olían a la misma dulce fragancia que alcance a percibir de su cuello en su inesperado recibimiento y, en mi estado aquella noche, parecía saltar de la tela y rondar el cuarto como un fantasma; lo sentía ir y venir curioseando mis cosas, la mayoría aún dentro de la maleta, y hacerse paso entre mi piel y las mantas que me cubrían. Y no se me dificultaba sentir a la hermosa novia a mi lado como algo real, y quizá como lo más real que hubiera podido yo sentir alguna vez, comparado con todas las sensaciones de calidez que pude haber experimentado antes de conocerla. De tal forma me flechó esta mujer. Y yo quería, esa noche, que su fijo encanto fuera en mí como el resiente recuerdo de una real amante y se paseaba en mi mente como una experiencia motivada por años y percibida sin esfuerzo y en todos sus detalles. Allí en la cama, contemplaba su presencia en mí, mientras, a la vez, mis ojos fijos en la tenue claridad de la noche que se filtraba por la ventana del cuarto no veían sino su rostro. Sentía haber vivido con ella quizá cinco años y conocía todo de su vida y los pormenores y causales que la llevaban a amarme.
- Me ama, no hay duda alguna; es evidente, ella me conoce y ama lo que soy – Me decía, perdido en mi imaginación.
Qué sensación tan hermosa; irreal y efímera, sí, pero tan tangible y absoluta para mí en aquella noche, que mi propia realidad, frente al sueño que yo me dibujaba, era más ilusión. Pero finalmente, como sucede con todo sueño, su verdad, por más absoluta y convincente para nuestro espíritu, se esfumó, y yo quedé tendido en medio de mi realidad, a la madrugada, completamente solo en una cama extraña, cansado, con la angustia del que pierde vanamente el sueño y, sin embargo, aún prendado al fijo encanto de esta mujer. No podía librarme de éste, comenzó a hacerse incómodo, insoportable, incluso, llegó hacerse cruel. Me ahogaba con la almohada, me destendía, me sacaba de la cama, llegó a golpearme, y, finalmente, después de tontear con migo por todo el cuarto, terminó por sacarme de la habitación, donde me perdió completamente.
Al principio creí que era lo mejor para mí, que si respiraba en una atmósfera diferente a la de ese cuarto me curaría; y no me calce y salí en puntillas del cuarto para evitar el sonido de mis pasos, habría sido una impudencia despertar a mis anfitriones, en especial a la madre, autoritaria y rígida como un militar. El frío de la losa del corredor me tranquilizaba, pero no lo suficiente para que no buscara salir de la casa. Abrí con expreso cuidado la puerta del patio y me hice a la noche. Caminé en círculos, respiré profundamente, batí los brazos, me distraje con la noche clara y abierta, y de pronto, cuando creí encontrar la calma en mí, enloquecí de golpe. ¡Loco, en verdad! Fue súbito, como un temor que se hace reflejo y te ciega. El encanto de la hermosa novia bajo la noche abierta me perdió el juicio, finalmente, me poseyó como a un pecador ¡En verdad que estaba poseso de ella!. Sentía caer y no lograba apoyarme; todo parecía repelarme: la estructura de la alberca, las cuerdas de la ropa, las materas de flores, todo el patio parecía haberse aliado para echarme de nuevo a la casa, en donde los muros también me repelaron y a empujones, me llevaron, en medio de la oscuridad, al pabellón derecho de la casa, justo a la puerta del cuarto de la novia. ¡Qué demencia! Solo allí, observando la tenue claridad que se filtraba por debajo de su puerta, pudo conciliar la casa y mi corazón; solo allí pude volver a respirar.
Estaba aún despierta; en un espacio junto al pestillo de la cerradura pude verla sentada sobre la cama y cubierta con un camisón; se había soltado el cabello y lo cepillaba lentamente, mientras sus ojos, detenidamente fijos, no se apartaban de la cerradura, exactamente donde mi ojo cristalizado se encontraba espiándola. Mi mano en mi boca me apartó de la puerta, tuve miedo y vergüenza, y, en un segundo, mientras me enderezaba, fui a la cocina, bebí agua, me lavé el rostro, las manos, corrí al cuarto que se me asignó e intente rezar cuando estuve en la cama, completamente enrollado en las mantas, y algo o alguien, una sombra, un fantasma, se materializó con mi deseo, allí, enfrente del cuarto de la novia, se aferró con fuerza al pestillo de la puerta para impedirle gemir y lo hizo girar. La puerta cedió en silencio y la atrevida sombra la fue abriendo, lenta, muy lentamente, dando tiempo a la novia de detenerla, de cerrarla con asco, de rechazar al intruso, de poner fin a una locura, pero la puerta cedió, cedió hasta que le fue imposible ceder más y, finalmente, en medio de la tenue luz del cuarto, era yo el que, ahora, cerraba la puerta con precaución.
La mirada de la hermosa novia, inalterable siempre del brillo de la alegría y la espontaneidad, estaba helada y fija como la de un espectador de una escena de horror. Yo me le fui acercando con las manos abiertas, rígidas en mis brazos echados para atrás, grave mi rostro como mis ojos puestos en ella y apanas cubiertos mis genitales. Ella negaba con la cabeza, parecía suplicar, como si en lugar de mi apremiante deseo llevara, una soga, una daga y una negación de indulto. Había no sé que de horrible placer en mí al observar su rostro que se contraía de dolor verdadero y de sincera culpa. Y Había no sé que de horrible placer en ella al sufrir así. Era la expresión de un sufrimiento incontrolable, irredimible, como el que se experimenta con un infringimiento imperdonable, con una traición; y en su alma reflejada en sus ojos, se veía, claramente, el dolor de un grave pecado, del quebrantamiento de su pudor, de su casta intimidad inclemente impuesta por ella, por su madre, por siglos de tradición, y que creyó inalterable. Pero no me detenía, no hacia nada más que sufrir. ¡Quería sufrir!
Finalmente, el terror cesó y ella cerró los ojos con gran paz. La arropé como a un niño antes de salir del cuarto, y en el umbral, antes de que yo ajustara la puerta, la vi caer en un sueño profundo, como arremetida en el descaso de un santo. Sonreía. Fui yo el que llevó una gran culpa al cuarto que se me asignó y con ésta pude dormir, y se mantuvo en mi sueño y continuaba en la mañana al despertar y, con grave intensidad, en la boda, junto a mi amigo, junto a los dos; y aún hoy, dos años después, contemplando en mi cama el sueño de santo de Maritza, la hermosa novia, esta culpa se mantiene latente.
Willan Vargas Cely
Esta historia de amor, este cuento, se ambienta en un contexto social de conflicto armado interno de un país asolado por la violencia. Parte de un principio básico como lo es: una fuerza y/o energía inmensa que aunque no se llega a ver, se logra percibir y además es imparable; hay amores tan grandes que ni la vida misma alcanza para terminarlos. Esta es una historia de la vida real con personajes como tú y Yo
Claramente el destino jugo un papel principal en toda esta historia, pero sin todo ese amor y valor para enfrentar las situaciones adversas, la lucha simplemente no hubiera existido. Más que un destino, fue una decisión la que posibilito la realización de esa fuerza imparable que es el amor. ¿Cual es Tú decisión, hacer lo correcto o lo que sientes?
Esa tarde quedó grabada en mi mente como una mácula indeleble que permanentemente altera mis sentidos incitando a la nostalgia… Eran las tres de la tarde de un domingo de puente que como de costumbre pasábamos en Santander de Quilichao; el disfrute de nuestro fin de semana se vio interrumpido por una de esas peleas conyugales que se estaban volviendo ya muy frecuentes entre nosotros, por lo que decidimos retornar a nuestra casa en Cali para no importunar a los demás. Conducía en silencio junto a mi esposa cuando la vi que agitaba su brazo, en señal de pare y lléveme, o como decíamos en la universidad: “echando dedo”; estaba absorto perdido en su mirada y más aún en sus lindos y firmes pechos que se agitaban con el vaivén de su brazo, cuando escuché la voz de Eliana. – ¡Recójala! a ver si su compañía conjura un poco la tensión en este carro. - ¡huuuum! Tus deseos son órdenes - Dije para mis adentros y de inmediato mi pie derecho oprimió el pedal del freno; la chica se acerco sonriente y con un – ¡Hola¡ – informal abrió la puerta y se acomodaron ella y su morral en el asiento trasero.
- Que tal, yo soy Eliana y él Oscar Eduardo, si, vamos para Cali. – sentí su respuesta como una intromisión. ¡Yo era quien debía haber hablado! Por eso pregunté en tono seductor.
- ¿Cómo estas Lady?… ¿y eso? –continué mirando su equipo de camping- ¿por qué interrumpiste tu excursión? el puente no ha terminado. - Concluí volteando a ver con severidad a mi esposa.
- Dame el beso más apasionado que sabes dar – sentenció sin el menor titubeo. Eliana me miró con un gesto de desconcierto, para luego aproximarse sibilina a su retadora y comenzar a chantarle en la boca un beso que lentamente se fue tornando en el más ardoroso y sensual que presenciara hasta entonces entre dos mujeres. Las firmes y juveniles tetas de Lady se comprimían, presas únicamente tras la franela que usaba sin sostén, al sobarse con el hermoso par que Eliana dejaba traslucir desde la túnica con que reemplazó su ropa al llegar a casa para ponerse más cómoda. Eran dos pares de labios carnosos urgando las delicias que cada boca esconde, mientras que cuatro brazos femeninos parecían tener alas al recorrer dos bellos cuerpos fogosos de lindas mujeres enardecidas.
- Desnúdate totalmente para nosotros – ordené con expresión igualmente agitada al hablar.
Lady aumentó el volumen del tema que reproducía el equipo de sonido y nos ofreció un delicioso striptease; ya totalmente desnuda tomó la botella y esta vez, muy adrede, hizo que su pico me señalara a mí: - ¿La verdad o se atreve? – La verdad, le dije simulando no haberme percatado de la trampa.
- Que ustedes dos son la pléyade más bella que se ha posado frente a mis ojos – exclamé mirando esos dos cuerpos anhelantes de placer, haciendo alarde del poeta que no soy.
- ¡Qué hermoso! –musitó tomando a Eliana de la mano – Te has ganado un beso de las dos.
Dedicado a mi amigo Alejandro Saravia.
Hace muchos años, antes de que el mundo conociera la televisión, vivía en una aldea ganadera a la orilla de un río de aguas mansas, una familia propietaria de un buen lote de ganado. Tal cantidad, suficiente para ser considerados como los más ricos de la región holgura económica que les permitía tener cuatro hijos estudiando en la ciudad más cercana a setecientos kilómetros de distancia. Cuatro hombres, atléticos e inteligentes muy sanos de cuerpo y mente, eran la esperanza de la comarca; pues se esperaba que ellos tuvieran la facilidad de transformar la economía pastoril que los mantenía apartados de los grandes inventos de la Humanidad. Había una hija, la cuarta en el orden de nacimiento, llamada Eufemia, a quien no merecía sacarla a estudiar por dos razones: una, que no era costumbre darles educación a las mujeres, y segunda razón, porque la pobre era extremadamente fea; no obstante, sus padres estar en la lista municipal de las personas con buen porte y distinción. No se explicaban, entonces, cuál fue el ancestro que había determinado que Eufemia tuviera un cuerpo desproporcionado y sin ningún rastro físico atractivo.
A pesar de la fealdad de Eufemia, su padre la consentía y le daba mucho cariño; la madre le tenía lástima y los hermanos ni la determinaban.
Cuando su padre se sentaba en el porche de la casa en su mecedora, cuando ordenaba a sus trabajadores que le pasaran el ganado escotero por frente a su casa, era normal verlo con su hija en las piernas y un vaso de ron en la mano, y decirle con mucho cariño:
– Hija, tú puedes ser fea, pero ese ganado es tuyo, y habrá quien te lo crea.
En el mismo sitio, cuando quedaba sola, su madre la sentaba en un mecedor más pequeño y le ponía un antifaz para que los niños de la escuela que pasaban todos los días no se burlaran de ella.
Al pasar los años, la niña fea fue creciendo con su defecto; pero al mismo tiempo, cantaba cada día con una dulzura tal, que hasta las mismas vacas se detenían a escucharla. Canto que se opacaba cuando llegaban sus hermanos de la universidad, quienes borrachos, armaban parrandas estrepitosas y las que casi siempre terminaban en insultos. Lapso en el cual la hermana solitaria inundada en su misma tristeza dejaba de cantar y, sin que nadie lo hubiera notado, dejaba de llover en la región y coincidió además con la irrupción de una guerra civil que duró novecientos noventa y nueve días, en la que murieron dos de sus hermanos. Murió el padre, sus otros dos hermanos se casaron y se fueron de la casa; entonces, Eufemia quedó con su madre en la casa solariega cantándoles indiscriminadamente a todos los seres, en especial a las pocas vacas que quedaban y a cuanto ser vivo podían escuchar las bellas melodías de su preciosa expresión, y, como siempre, al otro día llegaba la lluvia y las flores silvestres agradecían. Una tarde de un diciembre, mientras cantaba Eufemia, vio que dos jinetes montados en inquietos corceles se detuvieron a escucharla. Eran padre e hijo, ganaderos de otra región que estaban comprando ganado, y al escuchar cantar a Eufemia, quedaron anonadados. Eufemia apenada, dejó de cantar y se entró a su habitación y lloró otra vez su desgracia. Dejó de llorar al oír que llamaban en la puerta y salió aún con las lágrimas que le salían en dos direcciones diferentes.
– ¿Qué se les ofrece, señores?
– La escuchamos cantar, y queremos saber si usted tiene marido –habló el padre.
– No. ¿Por qué?
– Porque siendo yo ciego de nacimiento, estoy seguro que seré el hombre más feliz del mundo si usted acepta ser mi esposa, estimada dama –dijo el joven.
– Apenas sé que es un hombre que no puede ver; si viera, con seguridad cambiaría de parecer, caballero.
El joven no contestó. Se acercó a su cabalgadura y tomando su violín en sus brazos, y con las cuerdas que vibraron de amor, le dedicó una bella melodía que escuchó una vez interpretar a unos campesinos de los Alpes.
Al otro día, en medio de un torrencial aguacero, sacó el ciego a Eufemia de su casa para llevársela para siempre. Sin embargo, a la semana siguiente, a medio día, el cielo pareció nublarse sin que hubiese el canto llamador de la preciosa voz; una nube de langostas cubrió los pastos y las cementeras.
Eufemia, entonces, así, se convirtió en la esposa de un gran violinista, y al irse con su marido a vivir a Nueva York con la esperanza de dejar a sus descendientes en mejor pasto, dejó de llover y la sequía en la región ancestral trajo el hambre y la desolación.
David Escobar Gómez
RESURRECCION DE REALIDAD Y ESPERANZA
La desigual distribución de dichas y fatalidades de la vida nos llevó una tarde al mismo lugar lúgubre, desolado y lleno de un extraño aire de esperanza, su mirada vacía no encontró luz en mis ojos, pero igual se acercó, ella era de baja estatura, de cuerpo encorvado y cabello blanquecido, tal vez por desinterés en la vida me habló sin importar que no le conociera; la perdida ha sido grande, me dijo, capté sus palabras de inmediato, la comprendí aun sin conocerla y mi respuesta fue
-La mía ha sido irreparable.
Ha muerto mi esposa, -aclaré- quien ha sido el amor de mi vida, con quien compartí los mejores momentos de toda mi existencia, instantes que no se repetirán, esa mujer me dio fuerzas para salir siempre adelante, me regaló dos hermosas niñas. Ahora no podré vivir sin ella, era mi vida y la muerte me la ha robado. Concluí.
La anciana se acercó un poco más, siempre con paso lento y tambaleante, estando justo frente a mí, asentó una de sus manos con piel de papel y uñas opacas sobre el costado de mi brazo izquierdo; para mí ha sido la última vez, ya no tengo ningún ser apreciado que pueda morir,- y continuó – hace tantos años que ya no recuerdo cuantos, perdí a mis padres, pensé que era el final, no imaginaba un dolor más profundo hasta que perdí a uno de mis hijos, entonces fue cuando supe sobre la injusticia de los hechos de la vida, después llegaron otras muertes no tan dolorosas, pero de igual sentidas, está claro que en el corazón no se forma callo; hermanos, tíos, sobrinos y hoy finalmente he venido a despedir a mi último querido, ha muerto mi esposo, quien me acompaño en todos y cada uno de los dolores que esta vida me ha regalado, no te imaginas cuantos horrores he visto, ni tienes idea de cuantos golpes he recibido. Finalizó.
Me dio una última mirada, sus ojos nublados denotaban cansancio de la vida, ya no se le veía tristeza, había muy poco que su mirada ofreciera, al verla partir lentamente comprendí que mi sufrimiento apenas comenzaba, aun tenía toda una vida para sentir el dolor, en ese momento di media vuelta y en sentido contrario a aquella anciana, caminé velozmente hacia casa para encontrar a mis dos pequeñas hijas.
Jaime Andres Muñoz Campo
Aunque todo vaya dejando sobre la piel un reguero
En aquel día, iré al paso de esta canción, Tell me to the end of love. En aquel día buscaré silencio. Será al amanecer del domingo. Pensaré en ella. Siempre en ella. Y por momentos la sentiré detrás de mí, hurgándome la espalda. Y olfatearé su rastro. Y no me dejará mover ni una mano. Ni un pensamiento. Todo yo estaré ahí olfateándole el rastro. Totalmente. La encontraré. Le besaré la boca. Hablaremos del silencio, como siempre. Y el caset disparándose en la grabadora. Y sus palabras. Y en aquel día no me podré mover; ni una mano, ni un pensamiento. Esperará un minuto, dos, tres. Y dirá, me voy. Y volteará el caset. Otra vez Tell me to the end of love. Se irá. En aquel día el silencio se hará más profundo: dirá desde la puerta, antes de cerrar ¿Silencio? está sonando el caset, ¿no lo escucha? ¿No? Pondrá sus palabras al viento. Al aire. Quebrará cualquier noción filosófica del vació. Y en ese río quieto de mis pensamientos moveré unas palabras y le diré sin hablar: este silencio no se llena con nada, mi amor. Y en aquel día moveré mis manos. Con la derecha la despediré. Con la izquierda apretaré el gatillo. La bala entre sus hermosos ojos negros.
Antonio Usuga Monsalve
La brisa de Puerto Almagro
El cálido soplido de Octavio bañó su cara evocándole recuerdos dispares, de una parte sobrecogedores, de otra violentos. Angélica se esforzó en vano por alejar el símil entre aquel aliento y la brisa marina de Puerto Almagro. Octavio mantuvo cerrados los ojos mientras le hizo el amor.
Dos veranos atrás conoció a ese hombre varonil e impetuoso que ahora sólo podía calificar de infausto. Marcelo se desempeñaba como instructor de buceo en el hotel donde se hospedaba Angélica con su esposo Juan Carlos. Desde la primera inmersión en el agua deseó sumergirse en las sábanas de aquel hombre, más allá que en cualquier océano abarrotado de coloridos y exóticos pececillos. Nadando junto a él imaginaba ese metro noventa de morenos músculos inyectándola de placer por su entrepierna. Tales pensamientos diluyeron su ya mitigado matrimonio, revelándole su inexplorada capacidad de engaño y lujuria.
La mañana siguiente le hizo el amor a Juan Carlos hasta agotarlo, con los ojos cerrados para figurarse a Marcelo en la cama. Después salió de la habitación en busca de una segunda inmersión mientras su esposo reposaba. Marcelo la hizo suya en el océano de coloridos y exóticos pececillos, en una playa pedregosa y en el depósito para equipos de buceo del hotel.
—¿Dónde te haz metido? —le preguntó Juan Carlos molesto al verla regresar.
—Buceando con la gente del hotel. He conocido al pez más exquisito de los siete mares.
Angélica se sentía desfallecer. Jamás había hecho el amor tantas veces en un mismo día; eran apenas las dos de la tarde y aún le quedaba la noche por delante. Por ahora necesitaba recuperar energías, así que cerró las cortinas de la habitación y se echó a dormir sin prestarle más oído a su esposo. Más tarde algo se le ocurriría para ausentarse e ir tras la turbulencia de Marcelo. Juan Carlos la dejó sola y se encaminó al bar del hotel, perplejo, con el sabor agraz que acompaña la duda en quien se ama.
Al despertar Angélica se aseguró concienzudamente de verse lo más sensual que le fuera posible. Se dirigió hacia el bar barajando excusas para su esposo. No lo encontró. Indagó por él en la piscina, en el restaurante principal y por último en la recepción. Allí le informaron que había tomado un tour por el puerto junto con otros huéspedes. Angélica vislumbró la oportunidad que se le presentaba, sin truculentos ardides ni afanes. Caminó ansiosa hacia el depósito para equipos de buceo, sintiendo la cálida brisa de Puerto Almagro al rozar su piel y balancear su cabello con una suavidad inusitada. Meditó si aquel romance sería algo efímero y temporal como el verano, o eterno como el verdadero amor. Ensartada en estas divagaciones abrió la puerta de la bodega, con una sonrisa que apenas podía contener. Allí encontró desnudo a Marcelo, frotando sus perfectos y morenos músculos con los de Juan Carlos.
Octavio salió de la habitación con su careta de buceo en mano. Angélica permaneció en cama, agotada, con el sabor agraz que acompaña la desconfianza en una hermosa instructora de inmersiones.
Raúl Harper
martes, 24 de noviembre de 2009
EN SILENCIO…TE BESÉ
Sabía que estarías allí. Aquel magno evento nos convocaría ineludiblemente, sabía que no faltarías.
Desesperados mis ojos ansiosa y sigilosamente te buscaban.
Era casi imposible encontrarte en medio de aquella gran muchedumbre.
A pesar de mi miopía trataba de hallarte en aquella multitud, solo quería verte.
Aquella información tan valiosa ofrecida aquel domingo allí, se perdía en mis cavilaciones, Erraba en mi corazón –traidor como ninguno-que padecía una loca ilusión. Desesperado me rendí; entonces… te vi.
Traías puestos unos zapatitos dorados, un vestido elegante en blanco y algo y…tú. Tan hermosa o mejor dicho mucho más hermosa que desde que te conocí.
Bajabas por las graderías del estadio saludándome con la mano, yo sentía que los abanicos de tu mano, le soplaban besos a las mariposas que me había tragado en ese momento.
Cuando al fin llegaste, me ofreciste tu mano cordial, como se le ofrece a un amigo, a un hombre casado.
Tu juventud no era una amenaza para mi esposa, a quien no le importó.
- Aquella diferencia tan abismal no impide que un hombre maduro vuelva por un momento a amar-
Me saludaste por mi nombre, preguntaste por mi salud y ahora que te veía, la fractura en mi brazo no me dolía tanto. Aunque quería tu atención, toda para mí.
Como un tonto simulé la gran sorpresa de encontrarnos, como si nada pasara, cuando en realidad…mi corazón estallaba en lumínicos fuegos pirotécnicos en ese instante tan ínfimo.
Mi salón de química corporal experimentaba el bendito y por siempre bien anhelado “amor”
Me recomendabas reposo, paciencia, fisioterapia, con tanto cariño; que no paraba de observar con precaución todo tu rostro en especial tus labios, entonces…te besé.
Si, en silencio te besé. Que milagro tan grande sería si me amaras.
Seguimos entonces conversando de tonterías, de pronto mirabas a mi esposa, ella ni te miraba.
Buscando sagazmente otra oportunidad de verte, te ofrecí a domicilio mis mercaderías, a ver si algo te gustaba. Por si, te veía otra vez.
Intercambiamos números celulares, nos miramos solapados un par de veces; al menos eso quería creer yo, y quedamos entonces con la posibilidad.
Con tu misma cortesía del saludo, te despediste, con la mano como se despide una jovencita, de un hombre casado.
Entonces… En silencio te besé descaradamente. Otra vez.
En silencio invocaba tu nombre como muchas otras veces, insistente te pedía que te quedaras un poco más, pero en silencio. Como un hombre casado.
Como un hombre enamorado.
Viendo que te marchabas, imaginaba que de pronto voltearías a darme una última mirada con tu hermosa sonrisa y tus ojitos café.
Sueños de mi adolescencia. Sueños nada más.
Quisiera escribir tu hermoso nombre que se me hace tan familiar, como un enorme graffiti, pero junto al mío con un corazón sangrando. ¡Que cursilería!
Tatuármelo en el brazo roto o en el pecho, como un juramento de amor eterno.
Como un pirata, como un preso que es lo que soy.
¡Yo, a estas alturas de mi vida, como un colegial!
Quisiera ir contigo a una pizzería, a una heladería, en fin; estar contigo en cualquier lugar público sin ninguna vergüenza. Sin sentirme mayor o fuera de lugar. Sentirme como un colegial.
Soy tan absurdo, que me sonroja el solo pensar en decirte… amor mío.
En este preciso instante, solo quisiera reposarme en tu pecho y escuchar tus latidos los cuales serían mis mejores concejos.
Amor mío, que palabra tan grande para una utopía.
Mientras escribo éstas notas, una luna inmensa se asoma curiosa por mi ventana e ilumina aquel recuerdo de hace ocho días ya.
Cierro mis ojos para verte caminar, tan tranquila, tan linda.
En aquel restaurante donde trabajas como mesera para pagar tus estudios de enfermera, nunca te he visto un desaire; y aquel trabajo no es tan fácil para una joven de tu edad. Pero tú lo haces parecer así.
Eres tierna, luchadora, paciente, bella, y estás tan cerca de mi corazón, pero tan fuera de mi alcance.
Te escribo éstas notas que jamás llegarán a tus manos, para confesarme, para confesarte… Que te quiero, en mí silente desgano.
Quisiera confesártelo a estridentes gritos.
El cuerpo marchita, duele, fatiga, pero el corazón siempre se siente como en su mocedad.
Nunca acepta la diferencia entre el ayer y el hoy.
Ese hoy que llegó tan pronto.
Recuerdo aquel día en que nos presento tu jefe, mi amigo. Quien se hubiera imaginado jamás que me hubieses ofrecido tan singular regalo –la ilusión de amar-
Esta tarde cuando volví al restaurante aquel donde trabajas, al llegar te vi animosamente hablando con otra chiquilla, tan hermosa como tú; comprendí.
Un helado dolor se me encajó en el vientre, ¡estabas tan hermosa!
Aquella otra chiquilla, tan hermosa como tú, llama al dueño del lugar y dice:
Papá, llegó el abuelo.
Quise morir, me avergoncé, simulé como otras veces, me saludaste por mi nombre, te sonreí.
Ninguno podía siquiera sospechar que en mi alma, un hombre lloraba como un niño. Simulé.
Esta tarde me morí. Antes de partir, con mi cara de payaso muy usada una mueca les dejé.
Yo esperaba tu última mirada con tu hermosa sonrisa y tus ojitos café.
Entonces en silencio…te besé.
Sueños de mi adolescencia, nada más.
Jon Gallego Osorio
Hoy es el día
Hoy es el día. Ella me ha citado en su casa, después de tanta insistencia de mi parte. Acelero un poco, pero no llevo tanta prisa como la que parecen tener los autos que me adelantan a mayor velocidad. Observo cada casa, cada almacén, cada farmacia, que voy dejando atrás. Los veo desde un nuevo ángulo, descubro sus detalles. Debo atravesar la ciudad para ir de mi nueva a mi anterior casa. El tráfico no está tan pesado como otros días y el día está precioso. Un poco frío, pero sin lluvia. Igual al día de la despedida, es como si estos días de separación no hubieran pasado y se tratara de un simple paréntesis.
Llegué mas pronto de lo previsto. Ella abre la puerta y se asusta de verme tan temprano. Nos damos un largo beso en la boca y me permite pasar a la sala. Me siento, mientras se aleja hacia el interior de la casa. Este sofá y esta sala han sido testigos de miles de caricias, de miles de besos, de miles de intentos fallidos. La casa está en un silencio no habitual, escucho mover algo en el interior de la casa y me acomodo bien en el sillón; en los minutos finales de la espera. Ella regresa y camina como entre nubes, me sonríe intensamente y se va quitando la blusa mientras mis manos sudan. Sus senos se ocultan pudorosos tras el brassier que estorba a mi vista. Se acerca, lenta y seductora. Es la protagonista de mi película. Quiero ver más allá de lo evidente y siento el pulso de la sangre en las sienes. Llega hasta el sofá y se inclina, toma mis brazos y hace que la rodee por su cintura. Me besa apasionadamente. Mis manos se llenan de valor y de sudor, pero se demoran un infinito para retirar lo que ya no hace falta. El sudor de mis manos las hacen resbalar de la dirección del auto. Las seco, rozándolas sobre mi pantalón y espero el cambio del semáforo. Dentro del auto el calor me agobia. Miro a los transeúntes y a los otros conductores y los veo frescos. Concluyo que el calor no está afuera. Sonrío. El día está precioso: un poco frío pero sin lluvia. Aprieto el timón y siento el pulso acelerado. Abro la ventanilla mientras el semáforo cambia a verde, dándome vía libre para volver mis sueños realidad.
He llegado mas pronto de lo previsto. Ella abre la puerta y se asusta de verme tan temprano. Nos damos un largo beso en la boca y me permite pasar a la sala. Me siento mientras se aleja hacia el interior de la casa. Regresa y se acerca al sofá, no se sienta en él porque prefiere hacerlo sobre mis piernas. Rodea mi cuello con sus brazos y echa hacia atrás su negro y largo cabello. Acerca su rostro al mío, frota su nariz contra la mía, sus mejillas contra las mías y comienza a besarme en cada centímetro de mi cara y de mi cuello. Siento la sangre rebosar. Nuestros corazones, además de enamorados, están agitados. Las manos buscan recorrer cada fragmento del otro. Algo suena. Tal vez han regresado sus padres y ella salta de entre mis piernas.
Algo suena. Es la bocina del auto de atrás para indicarme que vio cambiar el semáforo una milésima de segundo antes que yo. Eso le da autorización para acosar. Aplasto el embrague, estrangulo la palanca de cambio, oprimo el acelerador con suavidad y aprieto los dientes con rabia. Media cuadra mas arriba veo, por el retrovisor, la maniobra del auto para pasarme. Le dejo espacio y lo veo acelerar y adelantarme mientras dice algo, algo que no alcanzo a escuchar pero que imagino de qué se trata: acusa a mi madre de una profesión que no ejerce, o a mí de una enfermedad que no tengo. Sigo mi ruta y entro en lugares conocidos, tantas veces recorridos. He llegado mas pronto de lo previsto y eso que conduje con precaución. Ella abre la puerta y se asusta de verme tan temprano. La abrazo, la tomo con fuerza y la hago girar hasta dar una vuelta completa. Está preciosa, parece hecha de ilusión. La miro directo a los ojos y descubro de nuevo esa sensación que me cautiva, que tiene nombre y sabor a Gloria. No me atrevo a hacer nada más que tenerla entre mis brazos. Intento una mirada y soy yo el cautivo. Comienza a acariciarme, a besarme. Hago lo mismo. La recorro sin prisa y de pronto me detengo. Me detengo, apago el automóvil, cierro la ventanilla del conductor y tomo una bocanada de aire. Bajo del auto, despacio, como quien no lleva afanes. Una bocanada de aire para tranquilizarme antes de enfrentarme a esta puerta, a esta casa tantas veces visitada, a este barrio que ya no habito. Hoy es el día.
Aymer Waldir Zuluaga Miranda
El Suicidio
Heme aquí tendido en esta cama, hace cuanto, no lo sé, pero ha pasado un largo tiempo desde que me acerqué a la ventana y me dediqué a detallar el color rojizo que había tomado el horizonte, el verde de los árboles y el negro de mi vida, ¡aunque pensando un poco!, no todo fue tan negro, hubieron momentos que tomaba un tono grisáceo o vinotinto si había licor en la ocasión.
Hoy intenté matarme de nuevo, pero no aquel suicido de fotografía en periódico amarillento, con un disparo en la sien o los labios amoratados después de ingerir una pastilla de cianuro. Mi muerte es diferente, pensar en nada, borrar todo recuerdo, la mente en blanco, sin que siquiera un solo ruido me distraiga, que aparezca ella destendiendo mis sábanas o susurrando mentiras en mis oídos.
Me he matado varias veces y algunas muertes han dolido, no del todo se entierra el pasado y al resucitar viene de nuevo, golpeándome, humedeciendo mis ojos e impidiéndome el aire; anoche, por ejemplo, quise borrar su imagen de mi mente, pero me acribilló con su rostro, penetrando en mi conciencia y opacando la nostalgia.
La noche era fría, triste, monótona; una de aquellas en que ni las estrellas se asoman, su nombre como un ave voló por mi boca, su perfume de flor se impregnó en mi espacio y su fantasma pasó a mi lado, sacudiendo los instantes junto a ella y confundiendo mi alma, bailó un blues frente al espejo, pateó los libros y hasta mató a la pequeña araña que desfilaba por la pared, me impidió el sueño y se acostó a mi lado como tantas veces, juntos, (es raro sentirla tan cerca y a la vez, tan lejos de mí).
En dónde se refugiará?, qué hará?, ni siquiera me importa, que no sepa que todavía la extraño y que se convenza de que no mendigo amor; que me marché y desprendí con mucha lluvia sus caricias de mi piel.
De nada sirvió buscar otros labios, porque siempre la besaba a ella, otro cuerpo que me insinuaba el suyo, su llanura, montañas, selva, cascada.
Intenté enamorarme nuevamente, pero todo era pretexto para recordarla, herirme, brazos cruzados, mirada perdida, boca sedienta, caminar lento, ¡odio no!, talvez melancolía.
Yo fui el que inventó el color de sus ojos, que la besaba solo por beberme el sabor de su miel, que la llevaba hasta el cielo y la dejaba cabalgar en mis lunas, hasta que nos dijimos adiós y nos apartamos, aún no sé ¿qué pensé en el primer día de su ausencia?, y que estupidez el de cruzar las calles cuando no soportaba esa sensación de presencia suya metida en mi cabeza.
Ahora deseo salir a la calle y buscar compañía, una nueva ilusión, alguien que no se parezca a ella y que erradique de mí todo recuerdo; aunque sé que en cualquier momento volveré a pensar en ella e intentaré matarme nuevamente, son tantas vidas perdidas que me hace falta un nuevo sueño.
Julio Andres Chamorro Mora
A Alberto lo conocí cuando estaba en kínder como a la edad de cinco años… o al menos eso creo… lo que recuerdo es que cuando yo entré a transición él entró a estudiar al colegio, así que yo debía estar en kínder cuando lo conocí. Recuerdo que fuimos compañeros de guardería durante un tiempo, supongo que por lo menos durante un año por eso digo que lo conocí en kínder pero no puedo hablar con certeza, hay algo de neblina en mis recuerdos de aquellos años.
Por más que busco en mi memoria fragmentos de momentos que los dos hayamos compartido en aquel pequeño paraíso, no logro encontrar ni una sola anécdota para contarles sobre las experiencias que vivimos cuando estuvimos juntos en la guardería. Solo se que debió de ser un niño especial porque lo extrañé durante toda la transición. Una vez le pregunté a la directora por qué Alberto no había vuelto a ir a la guardería y ella me dijo que él ya era un niño grande y debía ir al colegio, así que me quedé inmóvil, escaleras arriba, callada, sosteniendo esa respuesta en mi cabeza como si llevara el mundo encima, ¿qué podría significar eso?
Recuerdo que pasaron los días y yo continuaba yendo al jardín infantil. Solía ser muy juiciosa con mis estudios y jugar con todos mis compañeros, pero cuando ponían a dormir a los más pequeños, yo me quedaba despierta y me asomaba por la ventana del segundo piso para mirar hacia la calle, tal vez buscándolo, tal vez recordándolo… recuerdo haber mirado muchas veces a través de esa ventana y recuerdo que llegué a pensar con nostalgia que nunca lo volvería a ver... estaba convencida de que ese colegio estaba lejísimos… sí… debía estarlo… porque Alberto no había vuelto a la guardería a visitar a sus profesores ni amigos.
Pasó ese largo año y llegó mi momento de abandonar el jardín infantil, pues yo ya era muy grande y debía entrar a estudiar a uno de los muchísimos colegios que había en la ciudad. Llegó el día de ir a colegio, mi salón era 1B y mi uniforme era un espantoso gris con blanco a cuadros que no me lucía en lo más mínimo; no me preguntes por qué llegué a detestar tanto ese uniforme, solo te puedo confesar que aún hoy en día, tengo pesadillas donde me llaman del colegio a decir que debo recuperar algunas materias que aparecen como reprobadas y debo ir vestida con el uniforme del colegio.
Aquella mañana salí a las 6:15 de mi casa y me dirigí, acompañada de mi empleada del servicio, al paradero de buses, el cual quedaba a una media cuadra de mi casa. Llegué tempano, hacía frío, estaba nublado, muy nublado cuando de pronto lo vi nuevamente, estaba en el paradero junto con su hermana, él estaba vestido con un jean azul y un saco gris oscuro y ella con la misma jardinera de mi colegio… estábamos inscritos en el mismo colegio y viajábamos en el mismo recorrido. Lo reconocí y el me reconoció, y nos dimos un “hola, que más”, y él me regaló una hermosa sonrisa… si me preguntas que era lo que más me gustaba de Alberto puedo decirte con certeza que era su sonrisa. Alberto vivía a dos cuadras de mi casa, así que durante años viajamos en el mismo recorrido, durante años lo vi a las seis de la mañana en el paradero y durante años él me vio a mí.
Siete años más tarde yo cambié de jornada, pasé de estudiar en la mañana a la jornada de la tarde… desde entonces no nos volvimos a encontrar en el paradero. Hubo veces que lo vi en el barrio, caminando rumbo a algún lugar o llegando de alguna parte, siempre que lo saludaba miraba solo su sonrisa. Como yo era una persona muy tímida, nunca me atreví a decirle lo linda que me parecía… solo se que siempre me gustó verlo sonreír.
La última vez que lo vi fue hace pocos años, yo iba rumbo a un centro comercial, estaba triste porque no había logrado reponerme de una experiencia muy dura que había vivido y me lo encontré de frente, y me impactó… como siempre logró impactarme… sonrió de par en par y me saludó amablemente como de costumbre, trató de hablar conmigo, pero esa vez no quise hablar con él, tan solo volteé a mirar a otro lado y seguí mi camino, quería ocultar mi gran dolor y mi vulnerabilidad.
Después fui yo quien me alejé, me fui a vivir a otra ciudad… ahora sí que estoy muy lejos… no solo en espacio sino en tiempo… Lo extraño es que su recuerdo sigue logrando colarse en mi mente de vez en cuando, y no se porqué… me gustaría recordar que fue aquello que vivimos... debieron ser uno o varios momentos muy especiales, pues mis neuronas o tal vez mi corazón se resisten a olvidarlo…
¿Qué pudo haber hecho un niño de seis años para dejar una marca imperecedera en una niña de cinco años?
Es el misterio de esta anécdota… un niño que nunca me regaló flores, al que nunca le di un beso, con el que no fuimos más que amigos de jugar a “la lleva”, “las escondidas” o “yermis” un par de veces, al que nunca le revelé lo linda que me parecía su sonrisa o su voz, logró dejar su recuerdo en mi mente durante un cuarto de siglo… o más… lo digo porque me atrevería a asegurar que su recuerdo probablemente permanecerá conmigo el resto de mi vida, ya que no ha pasado un año sin que lo recuerde al menos un par de veces, sin que recuerde su sonrisa, sin que imagine como habrá evolucionado su vida, ¿qué habrá estudiado?, ¿será arquitecto?, ¿ingeniero?,economista?... ¿estará casado?, ¿cuántos hijos tendrá?, ¿vivirá aún en el país?
Imagino que esté donde esté es un hombre muy feliz, y no es para menos, con esa sonrisa estoy segura de que fue capaz de conquistar el mundo.
Antes de llegar al Banco, recordó que días atrás; había terminado para siempre su relación con Ángela. Recordar ese hecho lo hizo sentir débil, para darse fuerza a si mismo en ese momento decisivo, creyó que tal vez era cierto, lo que había escuchado la noche anterior en una canción; Que el amor era algo pasado de moda y que la palabra estaba muerta. Creyó que Pensar así, respecto al amor, de pronto ayudaría, para olvidarse de ella más fácil.
Pensó que tal vez era verdad, que el amor estaba perdiendo peso; porque una vez vio en la tv a un hombre vestido de blanco, parado en una tarima que se hallaba ubicada en la mitad de una plaza, el hombre de blanco gritaba a través de un micrófono: QUE EL AMOR ES MAS FUERTE. Mientras las personas que se hallaban abajo ejercían la violencia a gran escala; lastimándose unos a otros. Parece que nadie escuchó las palabras de aquel hombre.
Trató de concentrarse en lo que iba hacer, acomodó su gorra, colocó la mano sobre el revólver que llevaba en la cintura, la moto disminuyó la velocidad, y el Banco del Capital apareció con su opulenta fachada. Afber que manejaba la moto miró a su amigo y a los que venían detrás, de esa forma les comunicó que el momento se aproximaba. Mientras se acercaban al objetivo, el tiempo pareció dilatarse y todo transcurrió de forma más lenta. Así, observó pasar la ciudad ante sus ojos; presenció la miseria espiritual y económica en la que vive la gente, las personas siendo protagonistas de una época egoísta y mezquina, observadores pasivos de un tiempo violento y desalmado. Sonrió de manera irónica al saber que se hallaba inmerso en todo eso.
El Banco fue rodeado por los pistoleros. Bajaron de las motos siendo una inyección de adrenalina para los que estaban presentes en ese lugar. Ángel fue el primero en entrar al Banco, detectó al vigilante más cercano y se dirigió hacia el. Caminando despacio. Sin quererlo el recuerdo de su novia invadió su cabeza con más intensidad, ella siempre había estado en su mente y recordó las tardes de verano que pasaron juntos; las noches de invierno que trató de darle calor, pasando tanto tiempo en contacto con Ángela, que los momentos junto a ella quedaron tatuados en su piel, recordó también la música que hizo que la imagen de ella volviera por etapas, por épocas determinadas.
Ángel sacó el arma; gritos, el vigilante se asusta, todos al piso, la violencia afuera en la ciudad; la violencia afuera en las calles, afuera en el campo, y el amor reprimido en el alma del ser humano. El miedo se apoderó del lugar. En ese instante se le vino a la mente la escena de una película en la cual un hombre, le decía a una mujer que únicamente ella podía salvarlo del mal. Recordó a Ángela y supo que la amaba, que tenía que salir de todo eso, tratar de recuperarla, creer otra vez en el amor, extrañó como nunca antes su sonrisa, la forma como recogía lentamente su cabello con las manos, para atarlo luego con un listón. Entendió que el amor no tiene medida; que no es una palabra muerta, sólo un poco olvidada, y que es lo más fuerte que un hombre puede tener en la vida.
Carlos Andrés Bermúdez Arias
UN AMOR DE BARBIE
Cuando salió al mercado la primera Barbie, la hermosa rubia plástica, en 1959, Javier tenía escasos trece años y se enamoró perdidamente, por primera vez en su vida. Estaba acostumbrado a ver mujeres que, aunque tenían rostros muy hermosos y cuerpos sensuales, no se atrevían a mostrarlos; en su mayoría, vivían muy tapadas, con trajes hasta los tobillos y el seno totalmente arropado. Si se veían obligadas a despojarse de tanta prenda, algunas aparecían rollizas y en algunos casos hasta obesas.
Una muñeca así -se dijo- no tiene comparación. Marilyn no le llega ni a los talones. Se refería, por supuesto, a la preciosa actriz Marilyn Monroe, uno de los símbolos sexuales de la época, la adorable rubia, que fue el amor platónico de muchos jóvenes de esa generación. Mi Beiby, como le decía, es alta, de piernas largas; cintura de avispa, busto grande y espalda pequeña; además, tiene el rostro más bello del mundo, de facciones muy finas, con el cabello recogido, no como las tradicionales con el pelo largo, peinado religiosamente como una virgen de pueblo; y la mayor diferencia con las de antes es que viste un espléndido traje de baño blanco con rayas negras. Y lo más interesante es que la puedo acomodar a mi gusto porque es flexible y dispone de varios vestidos, de acuerdo a las diferentes profesiones y actividades.
Empezó a coleccionar todo lo relacionado con ella: fotos, escritos, afiches, trajes. Y llenó la habitación de cosas pertinentes a su amada. Se sentía orgulloso ante sus amigos de llevar la foto en la cartera. Pero, como a todo enamorado, se le metieron celos. Cada día que pasaba la sentía más lejana, más ajena. No soportaba que la encantadora Barbie llegara a más países, que tuviera muchos admiradores, de diversas edades, razas e idiosincrasias. Y lo que le dolía más: que muchos jovencitos se enamoraran de ella y le robaran su amor o parte de éste.
Y no soportó más la situación. Aunque mucho la quería, casi hasta la idolatría, como se quiere solamente al primer amor, rompió su relación con ella. Prefirió no tenerla, a tenerla compartida.
Pedro Nel Niño Mogollón
Encuentro
Siempre supo que había algo bajo su cama, era de esos presentimientos que muestran en las películas de terror, pero nunca se imaginó que al meterse allí encontraría los recuerdos que había perdido.
Andrés Felipe Paris Sánchez
PARA TI, LUCIA
Aun puedo recordar el dulce olor de su piel; aun tengo grabado en mis ojos el eterno resplandor de su cabello dorado, en la tarde, cuando el sol estaba a punto de morir, y los últimos rayos se reflejaban en sus ojos cristalinos. No pasa un solo instante en que deje de pensar en ella, era tan joven y tan hermosa; me sentía infinito, mas que el cielo con todas sus estrellas…
Nunca podré olvidar el instante en que la vi por primera vez, fue un fugaz momento que me marco para siempre.
- lo siento mucho, iba de afán y no lo alcancé a ver…”- dijo ella un poco nerviosa
Y mientras yo seguí allí, parado, pensando ¡tantas y tantas cosas!, el sacerdote del pueblo me miraba desde el otro lado de la calle y un momento después que ella se fue cruzó la calle con apuro.
Creo que notó de inmediato la expresión de mis ojos… y olvidó lo que iba a decirme; por él supe que Lucía era la hija menor del nuevo alcalde y que acababa de cumplir 15 años; y eso me lo dijo con un cierto tono de regaño…
- Si señor, tienes toda la razón, pero no te olvides que es una niña. Cuídate mucho muchacho, no te metas en problemas- una vez más, con su habitual tono de sermón.
Hasta que una noche, el destino se encargó de juntarnos, hacía mucho calor ese verano, y las noches eran claras y estrelladas. Las muchachas salían con sus amigas, vestidas con alegres flores, y el ambiente se llenaba de olores dulces, pero el más dulce era el de Lucía. No importa cuantos años pasen y cuantos perfumes huela, ninguno se parece al de ella y ninguno me hace sentir lo mismo que ese dulce aroma, a naranjas, a campo, a cielo, a felicidad.
- señor, vengo porque tengo algo muy importante que decirle, espero que me escuche y que sepa comprender porqué he guardado este secreto tanto tiempo, pero es algo que debo contarle para poder morir en paz- me dijo angustiada
Los años han pasado y creo que el tiempo ha logrado sanar mis heridas, el único consuelo que me queda, es haberla amado y el recuerdo de ese tiempo maravilloso que dejo su huella en mi corazón y en mi vida para siempre.
Angela Maria Vivas Arcila
Es el año 2012, pero bien podría ser el año 2666. Mañana viernes saldrán bajo libertad condicional, los supuestos asesinos del actor Troy Hartman. ¿Sus nombres? ¿Ya no los recuerdan? Es cierto, han pasado más de cuarenta años. Una pista. Uno era un adicto al zoloft. ¿zoloft? De la familia de los prozac. Otro era miembro del Opus Dei. Y el tercero decía ser la reencarnación de Murnau.
Finalmente los tres han cumplido sus condenas. Bueno, no del todo. Al principio la sentencia era la pena de muerte. Luego, la cadena perpetua. Al final, terminaron dándoles los Estados Unidos por cárcel. La casa por cárcel.
Mañana Bryan, Lionel y Elias estarán de nuevo en las calles. Bryan está próximo a cumplir ochenta años. Sufre de amnesia de fuga (muchos creen que es sólo una patraña de su parte), sólo recuerda lo ocurrido en el verano del 68, y en el invierno del 98. Nada más. Dormido en su celda, aún no sabe que mañana volverá a ser libre. Libre. Muy pocos se acuerdan de él. Incluso los hijos de Hartman ya han muerto. Tantos años, han borrado de la memoria de muchos (incluso de la suya) a Bryan Terwilliger. Bryan ha rechazado durante los últimos catorce años que lo llamen por su nombre verdadero. Ahora dice llamarse Charles Manson.
Troy Hartman, recordado por películas como “La prendidez del señor Troy”, y “como agua para café soluble” y videos educativos como “Ariel Henault, el Silencioso Asesino” y “el hombre al que mataron demasiado (pronto/tarde) III”, tendría hoy 64 años, y estaría cantando, “Give me your answer, fill in a form Mine for evermore. Will you still need me, will you still feed me, When I'm sixty-four”. Troy, el viejo Troy. ¿Quién se acuerda hoy de él? La gente se acuerda más de los asesinos que de las victimas. Puede que sea más fácil encariñarse con ellos. That´s the way it is, the pulp fiction…Troy, nada podrás hacer para impedir que Bryan viva de nuevo.
A Bryan lo acusaron del crimen equivocado. Él nunca negó que fuera un asesino por naturaleza, pero nunca aceptó los cargos en su contra por el asesinato de Troy. Siempre dijo que no lo conocía. Y no mintió. Troy si conocía muy bien a Bryan. Su esposa lo conocía aún mejor. Bueno, eso no lo sabía Troy. El caso es que nunca le pudieron probar nada a Bryan, pero él tampoco pudo demostrar su inocencia. Simplemente había estado en el lugar equivocado, en el momento equivocado. En la cárcel vio por televisión, todo lo que ha ocurrido en el mundo en estos años. Se convirtió en un cinéfilo de tiempo completo. Se aficionó al western, y luego al cine de Hitchcock. En sus momentos de lucidez, llegó a imaginarse cómo sería escribir un guión sobre su propia vida. Una vida que se confundiría con la de Manson, y con la de Mark Chapman. Pero ya Hitchcock está muerto. Quién habrá tomado su lugar, se pregunta. Si pudiera salir, le gustaría ir al cinematógrafo, para saber quién es el nuevo Hitchcock. A lo mejor, uno de ellos, se entusiasme con su historia. No quiere romanticismos ni apología baratas sobre su vida. Quiere algo sublime y desgarrado al mismo tiempo. Algo así, como una mezcla entre un vampiro, un bebe y un pianista.
Mientras Bryan deambula por sus pasajes desmemoriados y sueña con más películas, Lionel Macclure, el último asesino de Troy se está afeitando con su vieja navaja multiusos. Ignora que le quedan pocas horas de cautiverio. Hace poco cumplió setenta y dos años (es el más joven de los tres). En el publicitado juicio por el crimen de Troy, fueron condenadas tres personas. Bryan Terwilliger, Lionel Macclure y Elías Campora. Todos negaron conocerse y conocer a Troy. El jurado los declaró culpables, -a pesar de no haber pruebas contundentes contra ellos, porque el Fiscal los convenció que de no ser encarcelados, volverían a matar, o en el mejor de los casos, matarían por primera vez-. La familia de Troy pidió la pena de muerte. El juez, presionado por la prensa y la opinión pública, los sentenció. Sin embargo, unos meses después, a todos se les permutó por cadena perpetua. Macclure fue el único que no apeló la sentencia ni tampoco solicitó nunca la libertad condicional. Es el más tímido y reservado. Sufre de caries en los dientes superiores.
A la misma hora, 7:30 am, en otra celda, Elías Campora escucha la radio. Syd Barret le habla de Joyce. Como cada mañana, se ha levantado antes que los demás presos y ha hecho sus oraciones. Ha rezado por el alma de su hermana. También le ha pedido a su dios que le quite las manchas azules que le han salido en el pecho. No sabe que hoy podría ser su último día en prisión. No sabría que hacer afuera. Hace veinte años que no recibe visitas y no sabría a quien acudir estando en libertad. Hace mucho que dejó de pensar en el mundo que se oculta tras las paredes monolíticas de su vieja fortaleza. Tiene setenta y seis años.
Si los vieran ahora, sólo verían a tres inofensivos ancianos, incapaces de cruzar la calle solos. Los hubieran visto hace cincuenta años, no se hubieran atrevido a cruzar la calle con ellos. En esa época los recordaban por crímenes como “disparen sobre la mujer del pianista”, “P de psicópata” y “tijeras calientes”. Si, los tres fueron grandes asesinos, cada uno en su estilo, pero ninguno mató realmente (o del todo) a Troy Hartman.
Hemos hablado mucho de Troy y de sus inciertos asesinos, pero no hemos dicho nada de su última esposa, Brynn Tate. Murió un poco después de Troy. Su matrimonio, estuvo marcado de principio a fin, por una simple formalidad. Se conocieron durante un casting para una nueva versión (esta vez futurista) de Bonnie and Clyde. Fue cacería a primera vista. Ya nadie podría separarlos. La película nunca fue lo que ellos hubieran deseado. Troy consiguió el papel de Clyde, pero para Bonnie escogieron a una mujer mucho más atractiva que Brynn. Ella nunca pudo superarlo. Nunca pudo perdonarle al director que hubiera preferido a otra. Brynn sentía que era perfecta para ese papel. ¿Lo era? Faye Dunaway lo fue. Dunaway, que encajaba tan bien siempre, incluso con Bukowski. ¿Brynn Tate lo habría logrado? Creo que se hubiera visto mejor en una película de Bergman: El silencio o Persona. Brynn murió hace tantos años, en su lápida puede leerse: “Fuimos en la vida, Troy y yo, sólo un crimen más sin resolver”.
martes, 17 de noviembre de 2009
El Abraso del Silencio
Todo empezó con el sueño de Camila, ella dormía en su quintaesencia y se vio en un claustro con arcos altos y balcones en sus ventanas, cual museo que recoge la historia de inquisidores, de actos de rebelión indígena, donde la silla de madera tenía la talla de la rana que canta en la laguna; tiempo seguido su vestido blanco lo alzaba el viento y al bajar las manos para cubrirse se vio en arena marina, blanca y fresca, justo cuando el sol se ponía, al subir la mirada estaba en una plaza de toros o un antiguo coliseo, sin ruido y sin sacrificio, y pensaba en él sin raza, sin ciudadanía, su corazón lo reclamaba como la voz de la sangre de Abel que imploró a Dios justicia. En la boca tuvo esa benigna sed que hace sentir de dentro a afuera, de afuera a dentro como un remolino. Al levantarse pensó que era una espiral inconclusa, en algún lugar la justicia del alma y del cuerpo le esperaba, tras los bastidores de un teatro, detrás del muro que abrasa el silencio donde los besos relampaguean.
Camila buscaba trabajo por un corto período con el fin de irse a un Festival de arte del pueblo de sus abuelos, que por mucho tiempo quiso conocer y ahorro peso tras peso para ir allá, ahora para no quedarse sin cinco necesitaba trabajar al menos tres meses y muy oportuna la vecina María Juana le recomendó hacer una labor de oficina en la empresa donde trabajaba Julieta su hija.
Volvió a la realidad; revisar documentos, escribir con rapidez, buscaba datos como si se tratara de la guaca que escondieron bajo el árbol frondoso en un húmedo bosque, armaba collares de números hasta que los ojos se le volvieran chiquitos. Un tanto de fatigas, llegaba a casa a las nueve de la noche a leer poemas, acompañada de un jugo o un vaso de leche. Jugaba a ensoñar cada mañana con él que estaba tras ese muro absorto, ella estiraba los brazos en el intento de hallarlo cual aguacero que la empara de fuerza para emprender la marcha.
Él es un guijarro con las vetas características de su infancia; de trabajos forzados, su textura lisa, frágil y fuerte, a la misma vez que hermoso, su hermosura no es de aquellas de revista, su belleza está en sus manos laboriosas, en su almizcle de viajero, en su sosiego que calla penas hondas. No supe su nombre, ni su raza, bien pudiera ser un árabe por su nariz ancha, o un egipcio nieto de Agar, o perteneciente a una de las doce tribus que halaba bloques de piedras para construir ciudades amuralladas igual que esclavos, o el hijo negro de Noé. Él digamos, el Mestizo decidió tomar un descanso de su exceso de trabajo, casi era una huida, dijo visitaría a parientes por toda la región del este y atravesaría el desierto en nueve días, que resultaron en dos porque estaba acostumbrado a un ritmo acelerado como máquina robótica o uno de esos arquetipos que procesan datos.
A Camila se le llegó la hora del viaje, en esos trayectos hacia la cultura, ella siente las ansias por el asombro, porque ubica un objeto de su deseo que la maravilla, sus ojos perspicaces saben de la sal que se pega en los billetes, en los papeles, el toque justo de la sal en la sopa, en la ensalada, lo salobre cuando se prende el fuego, y de la miel. ¡Oh¡ ¡la miel! que se escurre entre los dedos, la miel que sana los labios intensos, la miel con las frutas, la del cuero del tambor y del dolor y el olor dulzón de los muertos. El Mestizo también sabe del arcoiris, de la esperanza de la piel vencida que encierran los lienzos, los libros, las sombras que bailan, el eco en lo alto de la montaña con su voz en cuello que te vuelve filigrana.
Él sin saber a donde ir, porque las visitas le fueron breves, al ver a sus familiares con tantas necesidades, les dejó una pequeña contribución y se fue. Ahora cargaba una tula de pretensiones que tiritan y caminan cual procesión de hormigas con sus hojas verdes. Dudaba si ir al pueblo que circunda la sierra o regresar a casa. Tomó el tren, ya caída la noche se durmieron las ansias con él, ahora soñaba que compartía una cama desconocida con una mujer, ambos estaban acostados y eran medidos por unas manos de costurera quien les dijo: son iguales señalando su pecho, son iguales señalando su vientre. En el sueño no había rostros ni dedos de los pies. Llegada la mañana él decidió arribar al pueblo de Taua* con callejones empedrados, allí las casas están pintadas de colores vibrantes, los balcones cuentan lamentos y hablan de besos de mil setecientos.
La noche anterior Camila se instaló en un hostal con arcos y balcones, salió a recorrer las calles y se sintió feliz al ver la algarabía de gentes de todo el mundo, con la frescura particular de la arena en los pies, de las olas mojando la calma.
Esa mañana fue después del desayuno que casi no digiere porque algo le faltaba, dijo un sortilegio con los ojos cerrados y en voz alta: cuando salga a la puerta espero llegues mariposa que me embriagas. Con el agite de un colibrí se asomó a la puerta y el Mestizo se aproximaba con su maleta. Se reconocieron con la mirada, los abrasó el silencio cuando se tocaron; fueron una pluma suspendida en el aire, una gota de agua, desde entonces parece que nada les falta.
Carolina Varela López.
El Recuerdo de tu Aroma
Nos habíamos quedado sentadas en silencio mirando por la pequeña ventana, de la humilde casa, ambas oteábamos el horizonte extasiadas en el cielo naranja que le decía adiós al día y llamaba a las estrellas para que lo tapizaran, yo de vez en cuando la observaba, repasaba su semblante, como sus pequeñas manos estrujaban las puntas de la cinta que adornaban un tarro, cuya última función había sido contener galletas de la navidad pasada, ahora se encontraba adornado con una hermosa cinta naranja ,había sido atada con mucho cuidado como si no quisiera dejar escapar lo que su interior atesoraba y cerrado de tal manera que nunca permitiría salir su esencia so pena de perder un tesoro invaluable.
Cuando ella retornó de sus cavilaciones me preguntó si yo sabía cómo se había conocido con el amor que le había iluminado la vida y que al parecer le acompañaría por la eternidad, con la cabeza le indiqué mi negativa, una gran sonrisa iluminó su rostro, su ojos rasgados brillaron y comenzó a contarme que en una tarde hermosa como aquella que contemplábamos, cuando la brisa te mece el cabello, alborota el amor y el sol te besa la piel, ella caminaba apuradamente como era su costumbre, en una esquina de la plaza universitaria un grupo de chicos compartían el espacio con las palomas que picoteaban el maíz regalado por un anciano y un niño que lo esparcían con el cuidado de quien esparce pétalos de rosa para su amada, como ella estaba en la edad que las hormonas te hacen soñar, no pudo dejar de mirar al grupo y entre ellos lo observó, ahí estaba él con su hermosa sonrisa , su piel trigueña y sus ojos que de manera tímida le siguieron los pasos hasta que volteo en la esquina.
Esa noche no pudo dormir ella pensó que era por el calor pero luego se dio cuenta que estaba pensando en el chico de la plaza, así que al día siguiente decidió que ese sería su camino porque tal vez en algún momento se podrían hablar, se apresuró a llegar, pero él no estaba, lo buscó en vano y lanzó un profundo suspiro antes de continuar su camino , continuo distraída iba mirando hacia atrás, cuando al voltear de la esquina se lo encontró fue tal la sorpresa que soltó cuanto llevaba en sus manos, él amablemente se ofreció a recogerlos.
Caminaron juntos hasta la casa él hablaba con mucha timidez pero con decisión, se llamaba Orlando, había venido del campo a estudiar en la Universidad, quería ser ingeniero pero también quería conocer amigas y tener un buen amor.... , a ese día le sucedieron muchos de ir y venir, de sonreír, compartir un helado, mirar la luna, amarse tanto hasta compartir su vida.
No quería recordar los momentos de enojo, ni cuando habían estado distanciados por culpa de ese carácter endemoniado que ella ostentaba y los largos silencios de él, yo le interrumpí preguntándole sino era más fácil olvidarlo si revivía los malos recuerdos, ella me contestó que no ,porque solo el amor y los recuerdos de los momentos más hermosos vividos a su lado así como la presencia de sus hijos eran lo único que le mitigaban el enorme dolor que le apretaba el pecho, aquel que ahogaba sus lágrimas y le confundía el pensamiento, aquel que le quitaba el sueño, por no saber dónde estaba Orlando, ni quien se lo había llevado, no saber si algún día volvería.
Me contó que contemplaba por largos ratos su fotografía, pensando que en algún momento él saldría y la abrazaría para nunca más volverse a ir, con lágrimas en los ojos tarareo la canción que el pequeño Nicolás cantaba todas las tardes en el quicio de la puerta, donde esperaba a su papá, él iba a regresar y no quería estar distraído cuando eso ocurriera porque él lo abrazaría de primerito, antes que sus hermanos , para que supiera cuanto lo habían extrañado, cuanto lo amaban y cuán grande era su ausencia.
Entonces me preguntó si yo había perdido un gran amor, si me dolía el corazón que a todas cuentas aún no sabía si era músculo o alma, si cuando pronunciaba el nombre de aquel ser amado sentía mariposas en el estómago como la primera vez que lo había visto...yo le dije que si, pero que de vez en cuando hablábamos, me dijo afortunada tú, porque yo guardo en éste tarro el aroma de la casa el último día que Orlando estuvo aquí, creo que también esta su sonrisa y el beso que nos dio cuando se despidió y solo lo voy a abrir el día que él regrese y pueda otra vez tener su aroma.... sino será el día que muera para que me acompañe por siempre... y añadió cuán cierto es lo que canta Rubén Blades “ como se le habla al desaparecido , con la emoción apretando por dentro y cuando vuelve el desaparecido, cada vez que lo trae el pensamiento”
María del Socorro Idrobo Mondragón
Amor a primera vista
Hay una versión de la paradoja de Zenón que no ha llegado hasta nosotros, donde la tortuga era una medusa. Esa medusa tenía características mitológicas. Se decía que volvía de piedra a todo aquel que la mirara a los ojos. La primera víctima fue precisamente otra medusa, que quedó petrificada cuando se miraron por primera y última vez en un relámpago de amor eterno.
Desde entonces la tortuga está c ondenada a cargar con aquella costra de piedra que no es más que el escombro de su amante y el peso ineludible de su recuerdo, y a recorrer lentamente la extensión de lo que pudo haber sido su gran amor.
Paul Brito Ramos
La silla regia
«Donde confluyen acuario y leo, en la quinta casa del Venus aparente se halla el paraíso, aquel dilecto territorio que el arquitecto celestial labró con maestría para ti, tu nicho intertemporal, interespacial e indestructible, tu silla regia que es el eje trascendental del caos cósmico, el núcleo de tu destino, el fantástico recinto en cuya base se asientan las efemérides planetarias que te son propicias, que te guiñan el ojo, que lanzan sobre ti sus tentáculos glamorosos para cubrirte de polvo libertario, el polvo dorado que sólo pueden palpar los elegidos, que sólo pueden acumular los reyes de la tierra. Ve por él, hija mía, toma tu silla regia y siéntate en ella, que nada te detenga, que el cansancio no te aflija hasta que llegues allí y puedas beber en sus fuentes la dulce ambrosía de la ventura eterna. Cuentas con mi tutela».
Eso me refirió el Majadma Gustavo, mi asesor espiritual la noche en que me reveló el porvenir y ya no quiso agregar ningún otro detalle. Abrió los ojos, se levantó del piso, cobró sus honorarios y se marchó cerrando para siempre sus fauces de esfinge milenaria.
Al cabo de la revelación, habida cuenta de mi ignorancia supina, de mi estulticia y pequeñez quedé en la estocada, perdida en el desencanto farragoso de mis elucubraciones tolondras e insensatas. Vaya enigma tremendo. Deshilaché una y mil veces las palabras del Majadma tratando de descifrar su sentido ulterior y al lograrlo apoderarme del paraíso que el arquitecto sideral labró con tanta ternura para mí, de la silla regia que talló con sus manos para que me sentara en ella.
¡Qué diantres! Por más que me devané los sesos, husmeé en las reconditeces de los nichos astrales y masqué mucha hiel no pude discernir la clave del arcano. Hecha un pingo, aliquebrada y afligida alcé la cabeza y le grité al labrador de los cielos…
«Decidme omnipotente, ¿qué coños significa esa parábola asaz sinuosa e insondable que me reveló mi maestro la otra vez?». «Indicadme la ruta cierta donde guardas mi silla»...
El labrador calló, pero se alzó en su lugar una voz que me detuvo en seco...
«Significa que te vieron la cara de pendeja, que te timaron, que el Majadma Gustavo, con el dinero que te robó a ti y a otros trescientos cincuenta zorroclocos como tú, labró su silla regia en Bahamas o en Hawai. Se esfumó con alguna pindonga a darse la gran vida, a fornicar en la silla, a planear en la silla nuevos timos».
Eso vociferó la bruja asquerosa de mi hermana. Yo no sé qué creer. Yo no pierdo la fe. Yo sigo esperando del cielo una señal.
José Aristóbulo Ramírez Barrero